Aquel hombre no me decía nada y, sin embargo, allí estaba yo, con mi mano entre la suya, delirando bajo la influencia de los vapores etílicos de aquella mala hora.
No sabía nada de él. Miento, lo sabía todo, pero era como leer el prospecto de un medicamento, los componentes, la utilidad, la posología… solamente desconocía si los efectos secundarios que aventuraba pudieran ser tales.
Sabía con certeza que yo no era su tipo. Hombres como él aspiran a otro género de féminas. Estoy segura de que yo incluso le irritaba.
Cuando nos conocimos el día anterior en su despacho de la Biblioteca, tuve la sensación de que este momento podía tener lugar, podía tener cabida en la vida, en la mía y en la suya. Pero más allá de inquietarme, dejé que todo fluyera.
Como profesional no tengo precio, al menos ésas son las lindezas que de mí se dicen en los mentideros del reino. Tampoco es mérito, alguien con un aspecto como el mío algo ha de tener, y en este caso, el cerebro ha sido mi fiel compañero.
Mi percepción es tal que noté su inquietud desde el primer momento. Disfracé la mía con mis gafas de miope, y saqué mi bloc de notas para desviar su atención. En realidad no lo necesitaba, el bloc, pues ya sabía todo lo que quería y necesitaba saber. Los hombres como él, vanidosos, me irritan, y si además son guapos, juego con ellos.
Pasadas las dos horas de toma de contacto, salí de su despacho como entré, con mi uniforme de indiferencia, pero sabía que él iría. La publicidad que podía dar a su libro y a su premio recién estrenado, mi programa de radio, era algo que nadie se atrevería a despreciar. ¡El programa cultural de mayor prestigio y audiencia de las ondas! Sí, no había duda, iría. Y así fue. “Nadar como pez en el agua”, esa expresión siempre me ha venido como anillo al dedo.
Cuando llegó el día de la emisión, allí estaba él, recién afeitado, oliendo a Calvin Klein, y llenando mis pituitarias de deseo… Le dediqué una escueta sonrisa con mis feromonas vagando por la estancia, sin rumbo.
Me lanzó, con gesto titubeante, una mano derecha ligeramente húmeda. Estaba nervioso. Una rápida mirada me sirvió para calibrar mis posibilidades. Estábamos en mi terreno.
Sus tejanos se ajustaban con atrevida sensualidad a sus firmes muslos, y unos relucientes Lotus asomaban de sus bajos. El mostaza de la camisa hacía resaltar el verde de unos ojos que se enmarcaban bajo unas pobladas cejas negras.
Temblaba. Ni él lo sabía, pero yo sabía que él temblaba.
Y yo le resultaba indiferente. Me miraba con desprecio, pero con miedo.
Le introduje en mi reino y cayó rendido ante mis hechizos. Eso sí que no se lo esperaba. ¡Todo, lo sabía todo de él!
Desplegué ante él todo mi arte comunicativo, toda mi información acerca de su persona, su trabajo en distintas instituciones públicas hasta llegar al cargo que actualmente ostentaba en la Biblioteca. Información acerca de su obra, su estilo como novelista… Y mi voz se paseaba entre los pasillos de su vida, sus fechas, sus logros, sus éxitos… Todo.
Estaba fascinado. No podía responder más de dos frases con sentido. Sonreía. Me miraba y sonreía. Ahí se derrumbó toda su prepotencia y emergió mi mujer oculta.
El pez grande se come al chico. En aquella pecera, yo era el tiburón, y él… él era el pez chico. Cuando la magia se deshizo, ninguno de los dos fuimos capaces de retener ni la más remota de las posibilidades. Una de esas posibilidades que a veces nos vienen dadas sin ser requeridas, posibilidades para acercarnos, para saber más el uno del otro, para dejar que la fascinación tome cuerpo y despeje las dudas.
Pero la magia que flotaba en aquella pecera desapareció en cuanto dejamos de estar en el aire, cuando las miradas volvieron a ser las miradas del temor hacia el otro, del temor disfrazado de prepotencia.
Lloré. A veces lloro. Me debatía entre esa maldita dualidad que siempre ha marcado mi vida. Ser o no ser, That’s the question! , que diría Hamlet. ¡Y sin embargo, es todo tan previsible!
Dejé pasar una hora más o menos, una hora merodeando entre papeles, apuntes y citas anotadas en las esquinas de mi agenda. Una hora en la que quería olvidarme de todo. En la pantalla apagada del ordenador se reflejaba mi imagen. Una imagen distorsionada por la oscuridad en la que empezaba a sumirse mi despacho.
No me gustaba lo que veía. Odiaba ese pelo tan corto, mi ropa tan masculina, odiaba mi miopía y mi forma de mirar… Volví a ponerme las gafas.
Esperé a calmarme. Salí al pasillo de mi planta. La emisora estaba tranquila a esas horas, más que nada porque la redacción bullía, y era allí donde se concentraban todas las energías. Salí hasta la zona de ascensores y pulsé el botón de llamada. Nadie en el cajón. De nuevo mi Eva interior increpando desde el espejo. Ajusté las gafas con un gesto de desprecio, y despejé la frente de un mechón rebelde.
En la calle busqué mi coche. Una vez dentro, lloré. A veces lloro. Así, sentada en el coche, con las manos en el volante. Llorar me alivia. No me importaba nada el que me pudieran ver, no era consciente de ello, simplemente lloraba.
Quería salir de allí. Me soné con fuerza, sacudí la cabeza y arranqué el motor. Tenía que pasar por O’Donell y a esas horas seguro que el tráfico sería bastante denso. No sé cómo, aún no lo sé, pero ahí estaba él, caminando lentamente hacia mi coche. Lo vi mientras colocaba bien el espejo exterior. Él, que asomaba su sonrisa por mi espejo. Me volví con sorpresa, y creo que casi indignada. ¿Qué pintaba él allí, en mi escenario?
Quería subir la ventanilla, pero en vez de eso, le enfrenté y pregunté si no tenía coche, si necesitaba que le acercara a algún lado. No quería ser amable, no quería verle, no quería hablar con él… Pero para cuando quise darme cuenta ya estaba sentado en el asiento de al lado, indicando que iba hasta la Avenida de América, y si no era mucha molestia para mí… Le odiaba.
Y de nuevo estábamos en mi terreno. Al igual que en la radio, las riendas las llevaba yo, otra vez emergía la Eva fuerte y sin miedo, la que se crecía ante situaciones como ésa. Los hombres vanidosos, los seguros de que cualquier mujer puede caer rendida ante ellos. Ya había tenido suficiente en la vida, suficientes fracasos. Por eso era Eva, la de las dos caras, pero de la que sólo conocían una, la que quería mostrar, para no resultar herida.
Primero fue mi padre, ¡mi propio padre! el que me hizo sentir inferior. No me perdonó el que hubiera nacido mujer, y por eso me esforcé en ser ese hijo que añoraba. Mi cabello, mi ropa, mi carácter, mis éxitos profesionales… y mis continuos fracasos con ellos, con los hombres. Me buscaban, me conquistaban, creían que me conquistaban, pero en realidad era yo la que necesitaba seducirles, sentir el premio de la gloria efímera…
Aún no había aparecido ese hombre que supiera tratarme como a un igual.
Pues bien, ahora estábamos en mi coche, y yo la que le iba a hacer el inmenso favor de acercarle hasta su casa. Miré de reojo, aprovechando el cambio de disco. Sus ojos estaban clavados en mí. Sin darme tiempo a protestar, me interrogó directamente por mi llanto. Volví a odiarle, y así se lo hice notar, dedicándole una de mis más logradas miradas en esto del odio.
Hice una sugerencia para evitar el tráfico de 0’Donell, pero al enfilar por la trasera del Convención, me propuso tomar una copa. Junto a las Urgencias del Nuevo Hospital Infantil había sitio libre para aparcar. Sin saber cómo, el coche casi se aparcó solo.
“Boîte Golden”, hasta el nombre estaba pasado de moda, demodé. Bajamos unas escaleras que a mí me parecieron las escaleras al Infierno, y aparecimos en una pequeña gruta casi solitaria a esas horas, con luces de esferas que giran. Un rápido vistazo a mi alrededor y el mundo había cambiado de repente.
Un pequeño reducto de vidas que arrastraban su vulgaridad a ritmo de bachata trasladaban sus lamentos de un lado a otro de la pequeña pista.
Sonrisas de plástico y manos de cartón que se aferran a la piel de un extraño, como el náufrago a la tabla que le salvará la vida.
Dos gintonic, por favor, oí decir. Las luces iluminaban las almas en su lado más bello. Tal vez eran felices, más que yo.
Apuré mi copa con ganas de terminar con aquel momento, pero él insistió para que tomáramos una segunda. Para entonces la música ya se había instaurado en mi interior, mi cerebro aún controlaba, pero quería salir a bailar y dejarme en paz. Miré de nuevo a ese hombre que tenía junto a mí, miré al camarero que nos miraba a su vez… Acerqué el vaso a mis labios y hablé. Esta vez no preguntó, pero yo hablé.
Y aquí estamos, pensaba yo, era lo que podía ocurrir, lo que debía ocurrir. Yo era un enigma para él. ¡Era un enigma para mí misma!
Los hombres necesitan saber, y nosotras… nosotras, les enseñamos.
El alcohol hace milagros, convierte en sublime hasta lo más vulgar…
Llegados a ese punto del desorden en mi mente, en mis sentimientos, y en mi cuerpo, pensé que la “enfermedad” ya estaba lo suficientemente avanzada, que era la hora del medicamento. Tomé una dosis y esperé a los efectos, a los momentáneos, y a los secundarios. No podía ver de lejos, no podía intuir… pero sí palpaba esa mano agarrándose a mí, era la miope cercanía. Y era él el que estaba allí, y era yo la que estaba allí. Y el mundo se derrumbó. Sucumbí a su vanidad, y mi “indiferencia” se convirtió en su sorpresa.
No sabía nada de él. Miento, lo sabía todo, pero era como leer el prospecto de un medicamento, los componentes, la utilidad, la posología… solamente desconocía si los efectos secundarios que aventuraba pudieran ser tales.
Sabía con certeza que yo no era su tipo. Hombres como él aspiran a otro género de féminas. Estoy segura de que yo incluso le irritaba.
Cuando nos conocimos el día anterior en su despacho de la Biblioteca, tuve la sensación de que este momento podía tener lugar, podía tener cabida en la vida, en la mía y en la suya. Pero más allá de inquietarme, dejé que todo fluyera.
Como profesional no tengo precio, al menos ésas son las lindezas que de mí se dicen en los mentideros del reino. Tampoco es mérito, alguien con un aspecto como el mío algo ha de tener, y en este caso, el cerebro ha sido mi fiel compañero.
Mi percepción es tal que noté su inquietud desde el primer momento. Disfracé la mía con mis gafas de miope, y saqué mi bloc de notas para desviar su atención. En realidad no lo necesitaba, el bloc, pues ya sabía todo lo que quería y necesitaba saber. Los hombres como él, vanidosos, me irritan, y si además son guapos, juego con ellos.
Pasadas las dos horas de toma de contacto, salí de su despacho como entré, con mi uniforme de indiferencia, pero sabía que él iría. La publicidad que podía dar a su libro y a su premio recién estrenado, mi programa de radio, era algo que nadie se atrevería a despreciar. ¡El programa cultural de mayor prestigio y audiencia de las ondas! Sí, no había duda, iría. Y así fue. “Nadar como pez en el agua”, esa expresión siempre me ha venido como anillo al dedo.
Cuando llegó el día de la emisión, allí estaba él, recién afeitado, oliendo a Calvin Klein, y llenando mis pituitarias de deseo… Le dediqué una escueta sonrisa con mis feromonas vagando por la estancia, sin rumbo.
Me lanzó, con gesto titubeante, una mano derecha ligeramente húmeda. Estaba nervioso. Una rápida mirada me sirvió para calibrar mis posibilidades. Estábamos en mi terreno.
Sus tejanos se ajustaban con atrevida sensualidad a sus firmes muslos, y unos relucientes Lotus asomaban de sus bajos. El mostaza de la camisa hacía resaltar el verde de unos ojos que se enmarcaban bajo unas pobladas cejas negras.
Temblaba. Ni él lo sabía, pero yo sabía que él temblaba.
Y yo le resultaba indiferente. Me miraba con desprecio, pero con miedo.
Le introduje en mi reino y cayó rendido ante mis hechizos. Eso sí que no se lo esperaba. ¡Todo, lo sabía todo de él!
Desplegué ante él todo mi arte comunicativo, toda mi información acerca de su persona, su trabajo en distintas instituciones públicas hasta llegar al cargo que actualmente ostentaba en la Biblioteca. Información acerca de su obra, su estilo como novelista… Y mi voz se paseaba entre los pasillos de su vida, sus fechas, sus logros, sus éxitos… Todo.
Estaba fascinado. No podía responder más de dos frases con sentido. Sonreía. Me miraba y sonreía. Ahí se derrumbó toda su prepotencia y emergió mi mujer oculta.
El pez grande se come al chico. En aquella pecera, yo era el tiburón, y él… él era el pez chico. Cuando la magia se deshizo, ninguno de los dos fuimos capaces de retener ni la más remota de las posibilidades. Una de esas posibilidades que a veces nos vienen dadas sin ser requeridas, posibilidades para acercarnos, para saber más el uno del otro, para dejar que la fascinación tome cuerpo y despeje las dudas.
Pero la magia que flotaba en aquella pecera desapareció en cuanto dejamos de estar en el aire, cuando las miradas volvieron a ser las miradas del temor hacia el otro, del temor disfrazado de prepotencia.
Lloré. A veces lloro. Me debatía entre esa maldita dualidad que siempre ha marcado mi vida. Ser o no ser, That’s the question! , que diría Hamlet. ¡Y sin embargo, es todo tan previsible!
Dejé pasar una hora más o menos, una hora merodeando entre papeles, apuntes y citas anotadas en las esquinas de mi agenda. Una hora en la que quería olvidarme de todo. En la pantalla apagada del ordenador se reflejaba mi imagen. Una imagen distorsionada por la oscuridad en la que empezaba a sumirse mi despacho.
No me gustaba lo que veía. Odiaba ese pelo tan corto, mi ropa tan masculina, odiaba mi miopía y mi forma de mirar… Volví a ponerme las gafas.
Esperé a calmarme. Salí al pasillo de mi planta. La emisora estaba tranquila a esas horas, más que nada porque la redacción bullía, y era allí donde se concentraban todas las energías. Salí hasta la zona de ascensores y pulsé el botón de llamada. Nadie en el cajón. De nuevo mi Eva interior increpando desde el espejo. Ajusté las gafas con un gesto de desprecio, y despejé la frente de un mechón rebelde.
En la calle busqué mi coche. Una vez dentro, lloré. A veces lloro. Así, sentada en el coche, con las manos en el volante. Llorar me alivia. No me importaba nada el que me pudieran ver, no era consciente de ello, simplemente lloraba.
Quería salir de allí. Me soné con fuerza, sacudí la cabeza y arranqué el motor. Tenía que pasar por O’Donell y a esas horas seguro que el tráfico sería bastante denso. No sé cómo, aún no lo sé, pero ahí estaba él, caminando lentamente hacia mi coche. Lo vi mientras colocaba bien el espejo exterior. Él, que asomaba su sonrisa por mi espejo. Me volví con sorpresa, y creo que casi indignada. ¿Qué pintaba él allí, en mi escenario?
Quería subir la ventanilla, pero en vez de eso, le enfrenté y pregunté si no tenía coche, si necesitaba que le acercara a algún lado. No quería ser amable, no quería verle, no quería hablar con él… Pero para cuando quise darme cuenta ya estaba sentado en el asiento de al lado, indicando que iba hasta la Avenida de América, y si no era mucha molestia para mí… Le odiaba.
Y de nuevo estábamos en mi terreno. Al igual que en la radio, las riendas las llevaba yo, otra vez emergía la Eva fuerte y sin miedo, la que se crecía ante situaciones como ésa. Los hombres vanidosos, los seguros de que cualquier mujer puede caer rendida ante ellos. Ya había tenido suficiente en la vida, suficientes fracasos. Por eso era Eva, la de las dos caras, pero de la que sólo conocían una, la que quería mostrar, para no resultar herida.
Primero fue mi padre, ¡mi propio padre! el que me hizo sentir inferior. No me perdonó el que hubiera nacido mujer, y por eso me esforcé en ser ese hijo que añoraba. Mi cabello, mi ropa, mi carácter, mis éxitos profesionales… y mis continuos fracasos con ellos, con los hombres. Me buscaban, me conquistaban, creían que me conquistaban, pero en realidad era yo la que necesitaba seducirles, sentir el premio de la gloria efímera…
Aún no había aparecido ese hombre que supiera tratarme como a un igual.
Pues bien, ahora estábamos en mi coche, y yo la que le iba a hacer el inmenso favor de acercarle hasta su casa. Miré de reojo, aprovechando el cambio de disco. Sus ojos estaban clavados en mí. Sin darme tiempo a protestar, me interrogó directamente por mi llanto. Volví a odiarle, y así se lo hice notar, dedicándole una de mis más logradas miradas en esto del odio.
Hice una sugerencia para evitar el tráfico de 0’Donell, pero al enfilar por la trasera del Convención, me propuso tomar una copa. Junto a las Urgencias del Nuevo Hospital Infantil había sitio libre para aparcar. Sin saber cómo, el coche casi se aparcó solo.
“Boîte Golden”, hasta el nombre estaba pasado de moda, demodé. Bajamos unas escaleras que a mí me parecieron las escaleras al Infierno, y aparecimos en una pequeña gruta casi solitaria a esas horas, con luces de esferas que giran. Un rápido vistazo a mi alrededor y el mundo había cambiado de repente.
Un pequeño reducto de vidas que arrastraban su vulgaridad a ritmo de bachata trasladaban sus lamentos de un lado a otro de la pequeña pista.
Sonrisas de plástico y manos de cartón que se aferran a la piel de un extraño, como el náufrago a la tabla que le salvará la vida.
Dos gintonic, por favor, oí decir. Las luces iluminaban las almas en su lado más bello. Tal vez eran felices, más que yo.
Apuré mi copa con ganas de terminar con aquel momento, pero él insistió para que tomáramos una segunda. Para entonces la música ya se había instaurado en mi interior, mi cerebro aún controlaba, pero quería salir a bailar y dejarme en paz. Miré de nuevo a ese hombre que tenía junto a mí, miré al camarero que nos miraba a su vez… Acerqué el vaso a mis labios y hablé. Esta vez no preguntó, pero yo hablé.
Y aquí estamos, pensaba yo, era lo que podía ocurrir, lo que debía ocurrir. Yo era un enigma para él. ¡Era un enigma para mí misma!
Los hombres necesitan saber, y nosotras… nosotras, les enseñamos.
El alcohol hace milagros, convierte en sublime hasta lo más vulgar…
Llegados a ese punto del desorden en mi mente, en mis sentimientos, y en mi cuerpo, pensé que la “enfermedad” ya estaba lo suficientemente avanzada, que era la hora del medicamento. Tomé una dosis y esperé a los efectos, a los momentáneos, y a los secundarios. No podía ver de lejos, no podía intuir… pero sí palpaba esa mano agarrándose a mí, era la miope cercanía. Y era él el que estaba allí, y era yo la que estaba allí. Y el mundo se derrumbó. Sucumbí a su vanidad, y mi “indiferencia” se convirtió en su sorpresa.
El resto de la historia… vulgar ¿o tal vez sublime?
Dibujo: Aitor Manipulación y Texto: Edurne